jueves, 1 de mayo de 2014

EL ESPIRITUALISMO ESPAÑOL


por Manuel Gálvez


NUESTRA fuerte y bella patria argentina vive en estos momentos una hora suprema: la hora en que sus mejores inteligencias y sus más sanos corazones reclaman la espiritualización de la conciencia nacional.
Este movimiento, si excluimos a los precursores, data apenas de un lustro. Pasados los primeros tiempos de intrepidez física, de labor casi heroica, hemos sentido la necesidad de atemperar con retoques de espiritualidad la barbarie de las energías materiales. En un principio la prédica pareció extraña; el fervor de unos pocos no era para la gente sino literatura, lirismo inofensivo que se complacía en cosas harto abstractas. El verbo idealista, hablando del alma de los pueblos, afirmando que en la vida espiritual reside la única grandeza durable de las naciones, sonaba, y desgraciadamente suena todavía en estas pampas, a jerigonza insufrible. No se trataba ni se trata, aunque tal es el fin que deseamos, de crear en este momento un peculiar idealismo argentino. Tamaña maravilla no la hará una sola generación. Nosotros pretendemos simplemente atenuar el torpe materialismo que hoy nos agravia y avergüenza. Al par que idealista, esta campana es nacionalista. El idealismo colectivo fue en otros tiempos decoro de la patria, y representa por esto, un valor tradicional. En cambio, el escéptico materialismo de ahora es cosa reciente, pues ha aparecido con la actual fiebre de riquezas y, con ésta, ha venido de Europa. El inmigrante vencedor mediante su éxito enorme en la adquisición de la fortuna, ha introducido en el país un nuevo concepto de la vida. No trata otro propósito sino enriquecerse, y era, pues, natural que contagiase a lo argentinos su respeto exclusivo de los valores materiales. Pronto, al tiempo que se esfumaban lo vestigios románticos en los que se concretaba el alma nacional, el idealismo desaparecía. Por esto ahora queremos, en doble afán patriótico e idealista, infundir a nuestra patria carácter y alma propios, y hacer brotar en la tierra reseca, angustiosamente reseca, que es nuestra vida materialista, surgentes de ideales. De otro modo este pueblo no será sino un cuerpo sin alma, una pobre cosa sin trascendencia. Hemos ya construido fuertes diques de encogía y de riqueza; ahora nos falta introducir, en el estanque enorme formado por aquellos diques, el agua de vida que es la espiritualidad.
Los comienzos de la gran obra de bien no han fracasado. Los que hemos contribuido a la siembra de ideales con nuestro puñadito de semilla, podemos ya recoger la primera cosecha: pequeña si se quiere, pero cosecha de todos modos. Ya vendrán con lo años., cuando aumente el numero de sembradores, las recolecciones asombrosas. Porque yo creo en la fertilidad espiritual de mi país; no comprendería que ella no correspondiese a su prodigiosa fertilidad material. Mientras tanto, he aquí ya un primer triunfo: la necesidad de espiritualizar el país se ha hecho un axioma pera muchas gentes El extraño vocabulario de nuestro idealismo empieza a hacerse inteligible, y los hombres de acción van comprendiendo nuestra verdad.
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Son los escritores, y especialmente los jóvenes, quienes realizan esta obra de evangelización. El pequeño grupo que formamos, ejerce aquí una misión semejante a la que tuvo en España aquella generación de ideólogos que surgió después del desastre. España, por medio de Ganivet, Macías Picavea, Costa, Unamuno y algunos otros, se observó a si misma y llegó a conocerse profundamente. También mi patria, por medio de sus jóvenes escritores, está observándose a si misma y yo creo que ya ha empezado a conocerse.
Brava lucha es la nuestra. Tenemos que pelear lindamente—en los libros, en lo diarios, en la cátedra, en todas partes —contra los calibanescos intereses creados que son los hábitos materialistas. Tenemos que predicar maniáticamente el amor a la patria, a nuestros paisajes, a nuestros escritores, a nuestros grandes hombres; desentrañar el idealismo y la originalidad de nuestro pasado, y enseñar cómo estas cualidades de la patria romántica y pobre pueden salvar, sin menoscabarla en su grandeza material, a la actual patria viviente. Y tenemos, por último, que buscar por toda la anchura de la tierra ejemplos de idealismo y tratar de crear, en el alma de nuestros conciudadanos, la misma emoción purificadora que estremeció a la nuestra. De este modo, siguiendo alguno de los propósitos referidos, este escritor interpreta los mitos antiguos, y, deseando para la patria un ideal de vida análogo al de los griegos, saca de sus eruditos estudios lecciones idealistas y cantos de poesía civil. Este otro prefiere la prédica directa del idealismo y confía en la acción de la escuela corno el medio mejor de restaurar nuestro carácter argentino, de crear el sentimiento de la nacionalidad y de infundir ideales en el pueblo. Aquél se limita a cantar la poesía de nuestros campos. Y otros, para no citar más ejemplos, adoptan como materia exclusiva de sus escritos, ambientes locales que describen en prosa nativa, incontaminada por la influencia extranjera. También yo, debo decirlo para que se comprenda la razón de ser de este libro y su verdadera significación, he dedicado mis esfuerzos a la doble obra patriótica, que no es sino una en mi sentir, del nacionalismo y de la espiritualización del país.[1] Primeramente trate, en un libro de versos, de reproducir mis sensaciones de paisaje argentino, y sobre todo de evocar el ambiente de aquellas ciudades de provincia donde, al contrario de Buenos Aires y otras ciudades en pleno progreso, aun perdura el antiguo espíritu nacional, el sentimiento de la patria, la profundidad espiritual de la raza y aquella condición ingenua, soñadora y romántica de los viejos pueblos argentinos. De este modo, pretendía sugerir a mis conciudadanos, realizando así obra nacionalista, aquella poesía de nuestro país que el habitante de las ciudades del litoral ignoraba completamente. Mis tarde consagre a la prédica del idealismo nacionalista un libro en prosa donde, afirmando que habíamos abandonado los ideales ., proponía la reconquista de la vida espiritual argentina por medio de la . El actual libro, que continúa la labor comenzada en los anteriores, lleva latente, en su íntima hondura, el mismo fin patriótico que aquellos. Parecerá que este carácter nacionalista mal pueden tenerlo páginas que tratan de cosas españolas. No es así, sin embargo. Aparte de las cualidades argentinas concretadas en los modos de ver y de sentir que el autor ha de mostrar forzosamente, todo libro sobre España escrito por un argentino, será un libro argentino, Y es que nosotros, a pesar de las aparentes diferencias, somos en el fondo españoles. Constituimos una forma especial de españoles, como estos constituyen todavía, no obstante haber desaparecido el Imperio Romano, una forma especial de latinos. Dentro de la vasta alma española cabe el alma argentina con tanta razón como el alma castellana o el alma andaluza. Somos españoles porque hablamos el idioma español, como los españoles eran latinos sólo porque hablaban el latín. El idioma es quizás el único elemento caracterizador de las razas. Si no, ¿que relación tiene, fuera de la semejanza del idioma, el español del mediodía, descendiente de fenicios, cartagineses, vándalos, godos, beréberes y árabes, con el francés del norte, enteramente ajeno a aquellas
influencias étnicas? Y, sin embargo, ambos son latinos. Es que la comunidad o el parentesco del idioma origina iguales o semejantes modos de sentir, de pensar y hasta de proceder. Pero este libro no es argentino sólo por tales razones. Desde luego, lo he escrito casi únicamente para mis conciudadanos. Convencido de la urgencia de propagar en nuestro país ideas y sentimientos idealistas, he creído que, así como algunos escritores habían utilizado para ello los mitos griegos y nuestra antigua idiosincrasia, seria no menos eficaz hacer revivir en el lector las sensaciones de espiritualismo que no producen ciertas ciudades seculares. Fascinado por España, el más profundo e inquietante pueblo que conozco, recorrí, en diversos viajes, sus más interesantes regiones; experimenté las más íntimas emociones de arte de mi vida y recogí en las viejas ciudades de Castilla múltiples enseñanzas que construyen el fondo íntimo de este libro. Probablemente otros escritores habrían buscado en Alemania o en Inglaterra, tal vez en Francia o en Italia, el secreto que ilumina y vivifica a aquellas grandes naciones, para revelarlo y propagarlo luego en nuestra patria. Creyente yo en nuestra admirable raza latina, y especialmente en la estirpe española a que pertenecemos, mi elección no podía ser otra. Son las imágenes del espiritualismo español las que debemos, preferentemente, presentar a nuestros conciudadanos. La influencia española es necesaria para nosotros, pues lejos de descaracterizarnos, como ciertas influencias exóticas, nos ayuda a afirmar nuestra índole americana y argentina. Pero tampoco se trata de verdadera influencia. No pretendo que adoptemos el concepto de la vida que tienen los españoles, ni sus ideas, ni sus instituciones. Todo esto fuera ridículo y antipatriótico, Solamente quiero—lo repetiré con otras palabras—hacer conocer, para impulsar nuestro resurgimiento idealista, algunos films de la geografía espiritual de España. Nosotros debemos tomar las enseñanzas espiritualistas de España como un simple punto de partida, como un germen que, trasplantado al clima moral de nuestra patria, arraigará en ella con vigor nuevo y forma propia. En definitiva, lo que en concreto, y primeramente, pretende este libro, no es más que producir, en los argentinos que me lean con simpatía, el contagio espiritual de mis sensaciones de aquellas ciudades españolas donde aun vive el alma de la raza y perduran los restos de una antigua grandeza espiritual. También pretendo propagar afecto a España, de lo cual resultará el amor a nuestra raza, que tantos sobs posponen a la raza anglosajona; y el amor a nuestro idioma: el más bello, el más sonoro, el más rico y el más viril de los idiomas modernos. También pretendo que mis conciudadanos comprendan y amen la literatura española, y sobre todo el arte español: aquel arte maravilloso en cuyas cumbres de belleza anidan águilas de misticismo. Quiero asimismo que conozcamos la historia española, que es la más honda y vasta fuente de nobleza, de energía, de valor, de idealidad, que haya existido en el mundo. Y, por fin, quiero que mis conciudadanos, tan amigos de los viajes, recorran las comarcas de España, donde recogerán infinitas enseñanzas y hallarán para sus almas los más intensos y fecundos goces.
Construyamos el idealismo argentino sacándolo del fondo de nuestra raza, es decir, de lo español y lo americano que llevamos dentro de nosotros. Y quizás en algún día no lejano, el esfuerzo de estas generaciones fructifique en una forma típica y moderna de idealismo argentino. Tuvo antaño mi patria cierta vida espiritual. Era cuando, pobres y péquenos, libertábamos a cinco naciones hermanas con un desinterés sin ejemplo en la historia. Entonces éramos grandes: dábamos al mundo libertad. Hoy le damos carnes y trigo. Utilizaremos las virtudes
de aquel tiempo, injertando algunos gajos de su espiritualidad en la planta impetuosa de la patria actual. Y puesto que no es el caso de dar libertad a los hermanos de América, démosles ideas e idealismo. Estos dones son tan valiosos como la libertad; mis aun: son la libertad misma, pues tanto el individuo como la sociedad no son libres, sino esclavos, cuando viven sin ideales.
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Los viajes realizan, sobre todo para las gentes de un país tan joven como el nuestro, una alta misión de cultura. Para el individuo, viajar es renovarse. Los viajes modifican nuestro concepto del mundo, crean en nosotros un nuevo ser, acrecen el capital de nuestros conocimientos, nos inculcan la tolerancia, nos hacen mas comprensivos e inteligentes, educan nuestra sensibilidad. Personas que vivieron consagradas a sus útiles tareas, al viajar visitan museos y catedrales, se ponen en contacto, siquiera sea por un instante, con el alma de las ciudades místicas. Este contacto es inmensamente benéfico. Una persona inteligente, pero que jamás se haya preocupado de otras cosas que de sus asuntos, sentirá en Ávila, en Asís, o en Nuremberg, que su mundo se ensancha, que su concepto utilitarista se transforma. Podríamos decir que a esa persona le nacen alas.
Para el individuo, viajar es a veces salvarse. Hay quien al iniciar su viaje abandona al hombre antiguo, comienza una mejor vida. Algunos encuentran su personalidad, deciden su vocación. Constantino Meunier, pintor mediocre, siente en su viaje por España, a la edad de cincuenta años, despertar aquella vocación que le llevó a ser uno de los mas insignes escultores de la época. Otros adelantan en su camino de perfección; muchos hallan la fe que los prehabitará ante su propia conciencia, Y todos se educan y civilizan.
Quizás no haya nada tan útil como la facultad de soñar. El hombre que no sueña es un ser rutinario; no innovará, no creará jamás. Soñar es vivir, preparar el advenimiento de la creación artística o científica; soñar es amar la vida y las cosas. Los hombres y los pueblos necesitan soñar. Y bien: los viajes propician la plenitud del ensueño. Cuando viajamos, dejamos en nuestras casas todas las menudas preocupaciones que enturbian la vida y nos entregamos a la delicia de vivir con el alma. En los viajes sentimos en nosotros un despertar de poesía. Sin contar la visión de los paisajes y las sugestiones del arte, encontramos una rara e íntima poesía en mil cosas, algunas triviales: como cuando llegamos de noche a una ciudad muerta y recorremos sus calles solitarias; cuando en el largo rodar de los ferrocarriles nos despiertan de nuestro sueño voces extrañas y quejumbrosas que pronuncian nombres evocadores, celebres, seculares, nombres de los pueblos en cuyas estaciones nos detenemos; cuando pisamos los mismos lugares que ilustraron con sus vidas los grandes hombres de la historia; cuando sufrimos en los cuartos de los hoteles del horror de la soledad; cuando creemos sentir en las callejuelas arcaicas el alma de un héroe o de un santos A la patria misma se la quiere y comprende mejor cuando se viaja. Entonces apreciamos todo el valor de nuestras costumbres, de nuestras afecciones, de nuestras instituciones, de nuestras ideas y sentimientos. La patria, vista desde lejos, se agranda y poetiza. Es a nuestros ojos como un ser humano, como una amada cuya ausencia nos aflige. Los viajes son, son último, el más útil instrumento de perfección para las sociedades modernas. Los periódicos, los libros, jamás nos darán la sensación exacta de las cosas. Es preciso ver con los propios ojos, oír con los propios oídos. Los viajes nos estimulan y nos infunden la noble ambición de sobrepasar Las perfecciones ajenas.
*** Si los argentinos viajaran por España recogieran en cada ciudad castellana una lección espiritualista. Aquel país es uno de los más intensos focos de espiritualidad que existen en Europa. Las ciudades alemanas, magnificas y civilizadas, interesantes para sociólogos y médicos, nada nos dicen al alma. El viajero no recibirá en ellas una sola emoción intensa. Estas ciudades podrán dejarnos admirados, pero jamás conmovidos. Tampoco nos dicen nada al alma las ciudades suizas, en las que el desabrimiento y la mediocridad llegan al más alto grado de perfección; ni las ciudades belgas, igualmente burguesas, salvo Brujas y alguna otra. Las ciudades francesas, aburguesadas e industrializadas, han perdido su antiguo carácter; las catedrales maravillosas que, a estar en otro ambiente, es decir, en otro marco mas propicio, nos producirían emocionas muy hondas y duraderas, nos causan simplemente emociones estéticas.[2] En Inglaterra ha ocurrido lo que en Francia. Algunas ciudades italianas si nos hablan al alma y poseen carácter y belleza. Lástima que el exceso de turismo, un turismo abominable, nos quite parte del encanto. Las cosas no hablan al alma sino en el silencio y la soledad. Pero en España no sucede lo mismo. Allí vive el pasado y se diría que en algunos lugares castellanos la vida se detuvo hace tres siglos. Segovia, Toledo, Ávila. Salamanca, Sigüenza, Santillana del Mar, nos hablan en lenguaje profundo y sencillo, nos conmueven hondamente, nos arrancan de las realidades de la vida llevándonos a una vida mas alta. ¡Ah, esta ciudades que nos extasían con su arte humano e inquietante, ciudades señoriales y místicas que hacen pensar en Dios, ciudades amigas cuyo contacto nos hacemos más puros, más nobles, más buenos, mas idealistas! Barrés ha dicho de Toledo que es un verdadero hogar para el alma. Frase admirable y definitiva que debe aplicarse a todas las ciudades castellanas y que condensa cuanto pudiera yo decir. No conozco ninguna ciudad que evoque tanto lo infinito y sea tan opulenta de efluvios espirituales, como cualquiera de las ciudades castellanas. Esto se explica. España es quizás el país donde más se ha vivido en Dios y para Dios, lo que quiere decir: donde más se ha vivido espiritualmente. No hay, en efecto, vida tan alta, tan espiritual, tan profunda ni tan intensa, como la del creyente verdadero. No es preciso serlo para reconocer esta verdad. William James la comprueba y la afirma cuando demuestra la superioridad espiritual y moral de la vida del convertido sobre su vida anterior a la conversión. Los grandes creyentes viven todos sus momentos en un ambiente espiritual y aun sus ocupaciones materiales les otorgan motivo para elevarse hacia Dios. Así de los más comunes menesteres ascienden a un mundo ideal y ni por un instante sus pensamientos les alejan de Dios. Además, España no solo vivió en Dios durante siglos, sino que en ella aun persiste algo de esa forma de vida, y es sin duda el país que mas ha conservado las cosas de aquella época en que se vivía en Dios. Ganivet ha dicho que lo místico es permanente en España. Pero la existencia de este ambiente espiritual no deriva solamente del misticismo. España fue el país de soñadores y contemplativos, de artistas extraordinarios; posee una gran literatura, y no olvidemos que es español el libro más humanamente idealista que se haya escrito en el mundo. Es natural, pues, que todos estos hombres y cosas crearan aquel ambiente espiritual que es, en su altura, casi exclusivo de España.
Mauricio Barrés, a quien citaré muchas veces, ha dicho que las iglesias de su patria constituían la fisonomía moral del país y que eran los únicos centros de espiritualidad francesa que iban quedando. Estas palabras tienen doble importancia por tratarse de un
escritor no católico y uno de los más profundos espíritus de las actuales letras francesas. Y bien: si las iglesias son centros de espiritualidad, como nadie osará negarlo, ¿que decir de España? Es éste el país donde existen más iglesias, y el país que posee las más bellas catedrales. Casi no hay ciudad española sin una catedral maravillosa. En la España castiza la catedral es la ciudad misma, su cerebro, su alma, su corazón, sus nervios, sus brazos. Se diría que ciertos pueblos, sólo existen para la catedral, que la catedral constituye la razón de ser del pueblo. León, Burgos. Toledo y Sigüenza, son sus catedrales; y la vida de ella, toda la vida de estos pueblos. En España la espiritualidad de las iglesias no queda encerrada en ellas mismas, sino que, como las cosas circundantes no le son hostiles, desborda lógicamente sobre la vida, el carácter y el ambiente de la ciudad. Así en los pueblos castellanos, al salir de las iglesias nos parece continuar en ellas. No sentimos contraste alguno. Las callejuelas silenciosas, donde nuestros pasos resuenan como sobre las baldosas de las catedrales, son a modo de largas naves de iglesia. Los rincones y patios solitarios que finalizan alguna calle, recuerdan las capillas misteriosas y sombrías, y a veces un cristo o un santo en u hornacina completan el símil: y hasta los paseos, formados invariablemente por tres o cuatro calles de árboles, nos inducen a creer que recorremos las naves de la catedral Este fenómeno de que la calle sea una prolongación de las iglesias es exclusivo de las viejas ciudades castellanas. En ningún otro país he recibido la misma impresión. Desde luego las ciudades populosas, con su bullicio, su horrenda edificación moderna, el apresuramiento de las gentes, los rostros que ostentan sólo preocupaciones materialistas, el carnaval de los trajes femeninos, la ausencia de espiritualidad y de misterio, constituyen, respecto de las viejas iglesias, el mas enorme contraste que se pueda imaginar. Jamás olvidare la impresión de asco y de dolor que me produjeron las calles de Lisboa después de haber ennoblecido mi alma en a fuente de misticismo y de belleza que es el convento de los Jerónimos de Belén. En cambio Salamanca. Toledo, Ávila, son los naturales ambientes de sus iglesias, y seria bien distinta la emoción de estos pueblos si sus viejas catedrales estuvieran enmarcadas por barrios flamantes y rodeadas por avenidas y por esas terribles casas modernas que ha creado para nuestro castigo la estética mesocrática. La espiritualidad de las iglesias, que se desprende de ellas y no encuentra en el ambiente de lo pueblos hostilidad sino amor, es, pues, una de las causas que convierten a España en uno de los mas intensos focos de espiritualidad que existen en Europa. Pero nada nos hablará tan eficaz y bellamente del espiritualismo de España como su arte: quizás el más alto y noble que haya existido. Es indispensable una renovación de los valores estéticos. El arte meramente objetivo, el arte que no nos habla al alma o al corazón, debe ser, si no rechazado, alejado a un sitio secundario. El arte no puede consistir en una mera imitación de la naturaleza; debe tender a un fin, y este fin ¿cuál será sino el de hacernos más perfectos, mas nobles, mis idealistas? Yo no he comprendido hasta ahora por que se exalta a la escultura griega. Es un arte objetivo, materialista, de una belleza puramente formal. Aquellos rostros sin expresión, aquellas figuras frías no nos dicen al alma absolutamente nada. No hay en ellos belleza moral, la más alta, sino la única forma de belleza. Yo quisiera saber que mejoramiento puede venirnos de contemplar un hombre desnudo o qué puede agregarnos al alma el mirar unas piernas bien formadas. Por el contrario, creo que todo esto es bajo, superficial, miserable. ¿Para que sirve la belleza fría del Apolo de Balvedere, un hombre desnudo de formas elegantes y afeminadas? Comparemos este arte superficial, sensual, puesto que solo le preocupa la forma, con algún Cristo del Montañés. Pongámonos frente a ambas obras con
humildad, es decir, olvidándonos de nuestras teorías, de las opiniones consagradas, de las mentiras convencionales con que nos ha envenenado la estética del Renacimiento. Y bien, ¿que nos dice el Apolo? Nada. Ni su elegancia nos conmueve, ni SUS formas nos revelan ninguna faz del alma humana. Es un mármol frío que no nos inquieta, que nada nos sugiere. Es una obra sin profundidad y sin trascendencia. La belleza de sus líneas no ejercerá ninguna influencia trascendental en nosotros. Pero contemplemos ahora un Cristo del Montañes. Dejemos en libertad a nuestra subconsciencia, pongamos nuestra sensibilidad a flor de piel. Y si somos artistas, si tenemos un alma apasionada y sensible, nos sentiremos cono movidos ante aquella imagen del dolor humanos Es un arte a la vez naturalista y espiritualista, humano y místico. Es un arte que nos inquieta, que no olvidaremos jamás, y que nos infunde anhelos de mejoramiento moral. La contemplación de tales obras tiene que hacernos más buenos, más piadosos, mas humildes. Es la virtud del dolor. Aun cuando no se tenga creencia religiosa alguna, es imposible desconocer que no existe espectáculo mas moral, mas educador, mas espiritualmente bello, más trascendente, que el dolor del dolor humano realizado por el arte. Por esto son tan grandes Sófocles, Shakespeare, el Greco. La belleza formal, además, es convencional y cambia constantemente. La Venus de Milo, que esta considerada como un prototipo de belleza femenina, decepciona a todas las personas sinceras e inteligentes que visitan el Museo del Louvre. Aquella mujer de caderas tan anchas es lo más opuesto que puede imaginarse a nuestro concepto de la belleza femenina. Una mujer como la Venus seria hoy una mujer de formas vulgares. Sin embargo, debió parecer maravillosa en otro tiempo. Por lo demás, la Venus de Milo no nos dice absolutamente nada, ni siquiera el espíritu de la diosa que representaba. Pero el caso de esta Venus no es sino un ejemplo, pues podría escribirse un volumen demostrando cómo cambia continuamente, en todas las artes, el concepto de la belleza formal.
El cambio de los valores estéticos en nuestra época está demostrado, sobre todo, en el auge repentino y formidable del Greco. Si alguna obra carece de belleza formal es la de este artista; su belleza es espiritual, o más exactamente: mística. Las caras alargadas, los cuerpos deformados, las piernas torcidas de sus personajes, las tonalidades de sus colores, son materialmente feos. La gente que no percibe sino la belleza de las formas no comprende al Greco. Hasta hace pocos años el Greco era despreciado, considerado como un loco; los críticos ni siquiera le mencionaban[3] y los artistas prescindan de él en absoluto. Pero en estos últimos años todo ha cambiado. Hoy los más nobles artistas opinan que jamás hubo pintor más inquietante, mas humano, más profundo que el Greco. Por mi parte creo que ningún cuadro contiene tanta belleza moral como El entierro del Conde de Orgaz. Con el Greco sólo pueden ser comparado algunos primitivos flamencos, como Van der Weyden y Matías Grünewald, quienes han alcanzado la cumbre de lo patético: el primero con su Descendimiento del Museo del Prado y el segundo con su Cristo del Museo de Colmar. Ahora bien: para que bajo el predominio oficial de la estética del Renacimiento haya surgido de pronto el culto al Greco, es preciso que los valores artísticos hayan cambiado fundamentalmente. El Renacimiento había restaurado, en arte por lo menos, los valores del paganismo greco-latino. Contra el concepto sensual, o si se quiere formal, que tenían del arte los paganos, había reaccionado el cristianismo que desdeñaba el culto de la belleza exterior para sólo preocuparse de la belleza invisible, la belleza moral. Durante el Renacimiento se volvió a la belleza exterior, es decir, se practicó el principio del arte por el arte. La belleza interior desapareció. En los primitivos sólo se vieron las incorrecciones del estilo. Pero, por su índole misma, el Renacimiento significaba la decadencia del arte. La fastuosidad teatral del
Veronrse, la explosión de vida del Giorgione, no son comparables al arte religioso, intimo, siempre hondo del Giotto o del Mantegna. Los años pasaron dejando arraigar en los espíritus la estética del Renacimiento, y la enseñanza oficial no reconoció otro ideal de arte que el grecolatino. No obstante, hacia mediados del siglo XIX se retorna a la Edad Media. Ruskin exalta a los primitivos, y los prerrafaelistas renuevan el arte de Fra Angélico y de Boticcelli, arte místico e ingenuo cuyo encanto reside en su belleza interior. Los románticos, a su vez, rehabilitaron en cierto modo a la Edad Media aunque no adoptaron estrictamente su concepto del arte. Pero pesar de todo, continuaba dominando la estética oficial. El impresionismo, y anteriormente el realismo, destruyeron en apariencia el ideal grecolatino. Los artistas, desde entonces, miraron mas al fondo de las cosas, pero sus maestros continuaron siendo no aquellos que nos producen mayores emociones, los que agregan algo a nuestra alma, sino aquellos en quienes el esplendor externo constituye su única belleza.
Hacia fines del siglo aparece el modernismo literario y artístico. Los poetas se preocupan menos de la forma y se vuelven profundos e idealistas. En pintura, los primitivos son admirados e imitados, y artistas eminentes nos revelan rincones de ciudades, paisajes llenos de carácter, en forma un tanto burda que parece agradar a quienes sólo buscan la emoción. En España los poetas remedan la lengua incorrecta de Gonzalo de Berceo. Un pintor genial, Zuloaga, se convierte en el revelador de la España mística, y en sus cuadros de formas feas palpita una gran belleza interior. Un furor de primitivismo y catolicismo llena el arte español. El Greco es el maestro de todos estos hombres inquietos. Se preguntará cómo se ha producido esta transmutación de los valores estéticos, transmutación tan honda que nos hace admirar obras de arte que hasta hace poco nos parecían desagradables y feas. Es que frente al concepto clásico de la belleza se ha levantado el concepto del carácter, concepto cristiano precisamente, y sobre todo español, ya que los grandes artistas españoles no se preocuparon sino del carácter. El impresionismo restauró este concepto y el actual movimiento espiritualista lo ha hecho triunfar definitivamente. Esta transformación del sentido estético no es una simple moda. Deriva de un poderoso renacimiento espiritual. En los últimos años, hondas corrientes espiritualistas han invadido las ciencias, las artes y las letras. Bergson domina en filosofía; los artistas son místicos o católicos. Y es evidente que el cristiano y el hombre espiritual no pueden atender a otra belleza que a la belleza interior. El caso del Greco debiera hacernos meditar. Si el sentido estético ha cambiado, parece lógico iniciar, de acuerdo con el nuevo criterio, una revisión de lo valores y las jerarquías artísticas. Esto tendremos que hacerlo, si queremos ser sinceros para con nos otros mismos. Pues bien; yo no dudo de que cuando se estudie el arte español con el mismo espíritu con que se ha juzgado al Greco, el caso de éste se reproducirá.
Se reproducirá en Valdez Leal, el pintor de la muerte, artista ferviente y trágico, cuyos cuadros nos conmueven hasta lo mas hondo del alma; en las iglesias románicas, de una emoción religiosa mas penetrante y realista que las góticas, y a las que el genio caracterizador de la raza convirtió en un arte español típico; en el estilo plateresco, que, siendo una prolongación medioeval más que una expresión del Renacimiento, sorprende por su sinceridad y su emoción; en aquellos admirables escultores que se llamaron Martínez Montas, Gaspar Becerra, Gregorio Fernández y que traducía el dolor de los cristos y los martirios de los santos con un realismo prodigioso; y sobre todo se reproducirá en la obra de Alonso Berruguete, a quien se considerará algún día como una de las mas altas figuras
del renacimiento latino. Cuando esta revisión del arte español haya sido realizada, se comprenderá entonces que todo él es profundamente espiritual y que, juzgado con el nuevo criterio estético, —e1 único criterio perenne, ya que la belleza moral no cambia,—es, como dije, quizás el más alto arte que existió jamás.
***
España es un país difícil de ser comprendido y sólo se llega a comprenderle cuando se le conoce y se le ama.
Parece que no existe sobre la tierra un pueblo de psicología más complicada que el pueblo español. Las profundas diferencias regionales, sobre todo, contribuyen a hacer más ardua la comprensión del alma española. Pero no debe atenderse sino al alma castellana. Lo castizo, o sea lo hondamente español, es lo castellano, de tal modo que bien pudiera decirse que Castilla está moralmente en toda España. Pero el alma castellana es complicada sólo aparentemente. En realidad, nada más simple que la psicología del castellano, hombre sencillo que no encubre su temperamento y cuyo espíritu debiera comprenderse fácilmente. Sin embargo, no sucede así y parece que para comprender a España fuera preciso ser español o, como nosotros los argentinos, pertenecer a la raza. Los europeos no comprenden a España, salvo los artistas; y aun, entre éstos, son pocos los que llegan a penetrarla profundamente. Los franceses buscan en San Sebastián y Barcelona las escenas pintorescas que sólo se encuentran en ciertas ciudades de Andalucía, y no consideran como españolas aquellas cosas que, por su carácter castizo, lo son precisamente. Los escritores franceses suelen componer novelitas impagables con amores a la reja, chulas, saetas, ambiente de torería y cuyas escenas ocurren en Barcelona, en Salamanca o en Fuenterrabia. De los ingleses pudiera decirse otro tanto, si bien son ingleses los mejores libros escritos por extranjeros sobre España. Los argentinos, en general, tampoco comprenden a España. Ahora comienzan a viajar por aquellas tierras, pero lo hacen con desgano, si no con desdén. Muchos beocios con dinero que cruzaron el mar le dedicaron apenas quince días, pues ¡qué más para España! Otros simpatizan con este pueblo, pero es sólo por interés de lo pintoresco: van a España a vestirse de chulos, a retratarse de moriscos en burdas Alhambras de papel pintado, y a buscar juergas soñadas cuya ausencia les decepciona. Estas gentes quieren sin duda a España, pero el alma española, en lo que esta tiene de profundo, permanece ajena a su limitada comprensión de la cosas.
Nuestros escritores y artistas aman y comprenden a España. En este caso estaba Sarmiento, aunque se crea lo contrario; y si él no penetró más en el espíritu de España fué porque carecía de una condición esencial para ello: la de ser artista. Entre los escritores actuales, sobre todo cutre los nacionalistas, hay una seria corriente de simpatía hacia España, como hacia la América Española, por otra parte. Los pintores, sobre todo, admiran al país que ha producido al Greco, a Velásquez y Goya, y que por las condiciones del suelo, la maravilla de su arte, su misticismo latente, su exuberancia de carácter, es la comarca más interesante del mundo para los ojos de un artista. Además, es un caso de comunidad espiritual, pues todo artista es por definición un poco místico. Podría asegurarse que todo místico ama a Castilla y que todo el que ama a Castilla es algo místico. ¿Por que es España difícil de ser comprendida? A mi entender por estas razones: el sentido de la vida que predomina entre los españoles; su individualismo exacerbado; su espíritu católico; y el concepto de España y las absurdas leyendas sobre este país, que trastornan la visión de las cosas nublando los ojos del observador.
Los españoles, mejor dicho, los castellanos, tienen un concepto de la vida que no es el de nuestra época. Todo el fundamento de las modernas sociedades industriales se sintetiza en estas palabras: vivir para ganar dinero y para gozar los placeres sensuales de la vida. La influencia del dinero es contemporánea. No se estudia, no se escribe, no se pinta, no se curan enfermos, no se hace nada sin pensar en la ganancia paralela. No se concibe que los hombres tengan otras ocupaciones que enriquecerse y gozar. El escritor uruguayo Carlos Reyles el exaltador del oro y de la fuerza, dice: . Y bien; en España no sucede así. El castellano el ser más sobrio de la tierra, no se desvive por los placeres materiales. No ama el esfuerzo por el esfuerzo, ni parece convencido de que la felicidad de los pueblos esté en relación de su comercio y de su industria. Esta manera de ser ha originado modos de vivir, de sentir, de trabajar y de crear, distintos de los que predominan en el resto de Europa. Es el concepto cristiano de la vida, concepto arraigado tenazmente en el espíritu español. Por eso España no puede ser comprendida por quienes miran la existencia como un esfuerzo y un placer. Son los hombres carnales, de que habla el P. Rivadeneyra, que no alcanzan a comprender a los hombres espirituales. El individualismo castellano es otra gran causa de incomprensión universal respecto de España. Cada pueblo mide a los demás según el metro de las cualidades que posee, y no comprende que otro pueblo pueda considerar como virtud lo que él considera un defecto, y recíprocamente. Se tolera cierta diferenciación; pero que no sea excesiva. Entre los hombres sucede que aquel que se diferencia demasiado de los demás no tiene simpatías; generalmente es odiado. Lo mismo sucede con los pueblos. Suiza, nación mediocre, no puede despertar ni amor ni antipatía: pero no serán a nadie indiferentes Inglaterra y España. Las cualidades y defectos españoles son tan españoles, tan castizos, tan únicos que lo extranjeros necesitarían para comprenderlos llegar a sentir y a pensar como españoles, lo cual es casi imposible España es el mas personal y original de los países europeos. Inglaterra, Francia y Alemania están mas cerca entre si que de España. Por una parte ha contribuido a esto la civilización moderna—de que ciertas regiones de España están exentas—que hace asemejarse a todos los pueblos entre sí. Una moderna ciudad alemana apenas se diferencia de una ciudad francesa moderna. En España cada ciudad tiene un carácter, un alma, un aspecto exterior completamente propios y distintos del carácter el alma y el aspecto de las demás ciudades del país. La razón de esta extrema diversidad me parece visible. En España perdura aun algo de la civilización medioeval, es decir, de la civilización individualista por excelencia. Por otra parte, el individualismo español, al acentuarse con la disociación o disgregación de la unidad espiritual de España, ha agravado hasta el prodigio la diferenciación, con respecto a otros países, de todas las cosas españolas. Salaverría, un español muy castizo, dice: mundo, que siempre, fatalmente, deja tras de si un rastro de odio. Tiene esquinas y angulosidades, resistentes a esa difuminación civilizada que poseen casi todos los pueblos medianamente conformados. Sus esquinas y ángulos rozan y chocan con los otros hombres, y sobreviene la irritación. El español no posee el instinto de la maleabilidad. Hecho de una sola pieza, es incapaz de renunciamientos y de adaptaciones. No sabe lo que es la ductilidad. Guarnecido de un orgullo soberano, este mismo orgullo le incapacita para la condición máxima del arte de la civilización, que es el ceder; el plegarse, el rectificar». Y es que al español le falta el sentido social, como ha dicho otro escritor muy castizo: Pio Baroja. Y la falta del sentido social es lo que menos se perdona. Todos los vicios se toleran en el hombre educado, simpático, sociable. Pero un santo será odioso a los hombres si no tiene sentido social.
Leyendas absurdas, producto del maridaje de la perversidad y la ignorancia, han construido varias Españas de clisé que impiden ver la verdadera. Así, se tribuye al español defectos que nunca tuvo: la avaricia, la holgazanería, la crueldad.[4] Singular mentira esta de la crueldad española. Yo no conozco pueblo más compasivo, ni generoso, menos egoísta que el español. Su dureza y su sequedad exteriores no son sino la careta de su virilidad. Sin el sentimentalismo lacrimatorio del francés, el español lleva en su alma una honda fuente de ternura. La Condesa de Pardo Bazán ha descripto el caso de cuarenta obreros -trabajadores en una colonia minera—y dos jóvenes ingenieros, hijos éstos de un millonario catalán, que, pera salvar la vida de un niño obrero, despellejado vivo a causa de un accidente en las minas, se dejaron sacar cada uno diez centímetros de piel. Estos casos sólo son posibles en España. Además, no olvidemos que hay muchas formas de crueldad. El egoísta, es por definición un ser cruel. Los ingleses ostentan una irritante crueldad moral, la que suele ser, generalmente, mas grave que la crueldad física. La barbarie de algunas guerras modernas ha sobrepujado, como es notorio, la tan mentada barbarie de la conquista de América. Y lo mismo que de la crueldad podría decirse de todas las malas cualidades atribuidas al pueblo español. Las mentirosas leyendas sobre España darían materia para un ameno volumen. ¿No se ha dicho en los diarios ingleses, con motivo del proceso Ferrer, que en España eran jesuitas los agentes de policía? No hubo país, como España, del que tanto se adueñara la calumnia. Es que la calumnia, como la envidia, se ceba con más saña en los hombres, los pueblos y las instituciones cuando son orgánicamente diversos de los otros. La principal causa, a mi ver, que ha determinado la formación de las leyendas sobre España, se halla n la falsificación de la Historia realizada con fines de religión y de raza. La Historia ha sido hecha por protestantes ingleses, quienes, como es natural, debían sentir escasa simpatía hacia la nación latina y católica. La deformación de la Historia puede verse en Buckle, cuyo capitulo sobre España es un bric a brac de mentiras y de ridiculeces. Los españoles de talento llenarían una misión noble y patriótica escribiendo la historia de su país con criterio español. Desgraciadamente no lo hacen. España no es tierra de historiadores. Finalmente se odia a España por su supuesto catolicismo. No hay anticlerical que no deteste a aquel país imaginándolo hundido en el atraso por culpa de frailes y de monjas.[5] Pero precisamente es España el menos creyente de lo países católicos. He presenciado grandes fiestas religiosas en Baviera, en Francia y en España, y el contraste entre las de aquellos países y las de éste, era evidente. Las magnificas representaciones de la Pasión en Oberammergau y las peregrinaciones nacionales francesas en Lourdes, son expresión de una fe intensa y creciente. Las fiestas de Semana Santa de Sevilla muestran una fe muy mediana, revelan un descenso de las creencias antiguas. En la iglesia de la aldea bávara,
junto a los artesanos que iban a representar la Pasión, en cumplimiento de su promesa tres veces secular, comulgaban varios miles de visitantes, venidos casi todos de Alemania y de Austria, con una fe como raras veces he visto. En Lourdes he presenciado peregrinaciones de todos los países europeos, de España inclusive, pero nada comparable por la intensidad, por el denuedo de la fe, a la peregrinación nacional francesa. Quienes hablan de decadencia religiosa en Francia[6] se asombrarían al ver aquellas muchedumbres de cincuenta mil personas que, en la calma de la noche, frente a la basílica prodigiosa, junto al dulce Gave, bajo el cielo sereno de los Pirineos, penetrados de fe y de patriotismo, llevando antorchas en las manos, cantan en latín, con la música grave y profunda del canto llano, el Credo y la Salve, y alaban en lo mas hondo del alma a Aquella que es Consuelo de los afligidos y Salud de los enfermos. En España no existe ese fervor religioso que el observador sin prejuicios puede ver en Francia, ni el catolicismo profundo y militante de los belgas, canadienses, irlandeses, bávaros e italianos. A primera vista parece que hubiera contradicción entre estas palabras y todas las páginas anteriores. Pero no hay tal contradicción. El ambiente místico y católico que se siente en España procede de siglos pasados, cuando la fe era muy intensa; no de los españoles actuales, que, en general, son más formulistas que creyentes. El espíritu medioeval persiste en las catedrales, en el arte, hasta en las calles de ciertos pueblos. España sigue siendo mística y católica; por su espíritu, no por la hondura de la fe ni por el entusiasmo religioso. Pero es indudable que, creyentes o incrédulos, practicantes o no, los españoles son fundamentalmente, constitucionalmente cristianos. Y esta es la razón del odio anticlerical. En España han arraigado, quizás como en ninguna parte, las tradiciones, las costumbres, la moral católica. España fué en la Historia, la Nación católica por excelencia. Trató de convertir al mundo, de imponer oficialmente sus creencias. Hizo de la religión un programa político que cumplió, íntegramente, dentro del país. De esta situación algo perdura, como es natural. Al rey de España se le llama Su Majestad Católica, el Estado tiene allí religión, y en las escuelas no existe el laicismo. Y todas estas cosas bastan, según la lógica precaria de los anticlericales, para considerar a España como un país atrasado y aun para odiarlo. Por lo demás, aun cuando fuera España un país ultracatólico, no sería la religión lo que la mantendría en lugar secundario. Religiosos países son Bélgica. Baviera, Canadá, y, no obstante, su estado de civilización es tan alto como el de cualquier otro pueblo. Y en España misma, las regiones más industriales, mas ricas y más fuertes de energías son aquellas en que la fe religiosa es más profunda y militante: Cataluña y las provincias vascongadas.
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Don Rafael Altamira, en su Psicología del pueblo español, reseña la doble evolución de la hispanofobia y de la hispanofilia europeas. Con copiosas citas de autores y libros, anota la desaparición de ciertas leyendas y se complace en hacer constar la abundancia de los buenos estudios sobre España y de la simpatía creciente hacia su patria. A pesar de todo, según lo he dicho antes, la animosidad persiste. Bien decía Oliveira Martins que España despertó siempre entusiasmos y rencores y que para el pueblo peninsular no puede haber desdén ni indiferencia.
Y, sin embargo, en los pueblos hispanoamericanos se halla no sólo rencores sino también desdén hacia España. Destruida la leyenda de la crueldad en la conquista de América, de la inaptitud colonizadora de España, todavía el error perdura en estos pueblos. En la Argentina el odio a España ha sufrido la evolución de todas las cosas, y, al
transformarse en necio desdén protector, ha desaparecido. Aquel odio primitivo se explica. La generación de la Independencia, que vivió hasta mediados del siglo xix, conservó, como es natural, el odio al enemigo. Republicanos y criollos, como eran los argentinos, detestaban a los españoles que eran monárquicos y extranjeros. La muralla china de la barbarie caudillista, al aislarnos del exterior agravó la antipatía existente. Por otra parte, el delirio nacionalista de la época complicaba con el francés enemigo a todos los extranjeros. Luego, al terminar la lucha entre la campaña y las ciudades, como aquella dejara algo de su barbarie en el espíritu de las ciudades triunfantes, se continuó despreciando al extranjero. El hombre de campo, el paisano, como decimos aquí, desdeñaba al español principalmente porque no sabia andar a caballo, A su vez el español manifestaba desden hacia nuestro país, consideraba como ofensa personal las simples fiestas patrias, y nuestro Himno magnífico y humanitario, que desde la escuela nosotros veneramos, era para él una actitud de insolente arrogancia hacia España. Durante el tercer cuarto de siglo la hispanofobia se intensificó Sarmiento, Alberdi, Juan Maria Gutiérrez amontonaron sobre España sarcasmos, injurias, ironías, denuestos, todos los aspectos verbales que adoptaba su hispanofobia. Las escuelas normales, nacidas en esa poca, eran, a la vez que lugares de patrioterismo, focos tenaces de aquel mal sentimiento. Mas tarde, todo hubiera concluido sin la guerra de Cuba. Nuestras simpatías, claro está, iban hacia la isla americana que se desangraba en heroísmos luchando intrépidamente por su libertad. Pero nuestro sentimiento americano irritaba a los españoles. Arrogantes éstos, afirmaban cuando los Estados Unidos intervinieron en la guerra, que el viejo león aplastaría al ; la derrota les hizo ser más prudentes y menos fieros. Estas condiciones eran necesarias para que nosotros, un tanto arrogantes también, pudiésemos tolerarlos. Ahora las cosas han cambiado. Distinguidos escritores argentinos han hablado de España con cariño; la literatura y la pintura española ejercen enorme influencia y sus prestigios crecen día a día; los viajeros visitan aquel país y los exentos de esnobismo recuerdan con amor los encantos de Sevilla y de Granada. No obstante, quedan aun enemigos de España, sobre todo entre los normalistas, los patrioteros, los anticlericales, los mulatos y los hijos de italiano. El odio del mulato hacia España es el odio del negro al blanco. Los anticlericales ven en España, como he dicho, un país de frailes y fanáticos, y los italianos y sus hijos un país rival del suyo en el predominio en la Argentina. Después del centenario de nuestra Revolución, la simpatía hacia España ha aumentado considerablemente. Pero todavía se oye afirmar a cada paso que los españoles no son , error tenaz y singular. España, que encarnó la síntesis medioeval, es el pueblo que más ha cambiado, o sea que más ha progresado para modernizarse. Hablo, naturalmente, de progreso material, que suele confundirse con el verdadero progreso, el cual consiste en el perfeccionamiento ético. Respecto a la modernización de España, diré que es una realidad. Terminada la disolución de la España antigua, comienza a reconstruirse una nueva España. Inglaterra, Francia, Alemania, no han cesado jamás de progresar; han seguido su evolución normalmente. Pero España, cuya grandeza, por múltiples causas históricas, se derrumbara durante el siglo xvii, había progresado, hasta ayer, con suma lentitud. Era que aun no había terminado la disolución de la España antigua. Asombra, pues, el salto que ha dado este país, los progresos enormes que ha realizado, en diez o quince años, para llegar a la situación en que hoy se encuentra. Esto sin contar con que las dos más grandes conquistas del mundo moderno, la libertad política y la libertad filosófica, nacieron en España. La Carta Magna es posterior a lo
Fueros de Aragón, y el principio de la libertad filosófica se halla en la casuística. Los romanos, como se sabe, no miraban el espíritu sino a la letra de La ley. Los teólogos españoles, al establecer la existencia de casos, afirmaban la libertad del individuo contra ley tiránica, iniciaban la independencia del pensamiento contra la interpretación dogmática y unilateral, y se anticipaban a las modernas doctrinas, según las cuales no hay crímenes sino criminales, como no hay enfermedades sino enfermos. El pensador y escritor venezolano Manuel Díaz Rodríguez, que ha sostenido antes que yo esta misma idea, dice, hablando de la Compañía de Jesús: . Y termina citando la siguiente frase de Remy de Gourmont, de quien no puede sospecharse que simpatice con los jesuitas . Los restos de hispanofobia en la Argentina no desaparecerán mientras dure el huracán de esnobismo que nos tiene enfermos. La moda es la ley suprema. Un libro vale, si es moda leerlo; una ciudad es
Con las tonterías que aquí se dicen sobre España podría escribirse un libro muy divertido, aunque seguramente no se pondría de moda. A imitación de Flaubert, quien compuso un Diccionario de la tontería humana, dan deseos, utilizando las opiniones que aquí se oyen sobre España, de escribir un diccionario de la tontería argentina. ¡Qué índice tan terrible seria de nuestra vanidad, de nuestra superficialidad y de nuestra ignorancia! ¡Asombroso criterio el nuestro para juzgar la importancia de los pueblos! Solamente los valores materiales nos interesan. Un pueblo puede vivir intensamente por el lado de la inteligencia; pero será considerado un pueblo muerto por los argentinos si posee escasas riqueza materiales, poco movimiento comercial, reducido número de industrias. No me olvidare jamás de cierta discusión que tuve en España con un medico argentino. Era una de aquellas personas, como tantas que existen, que viajan para conocer hoteles, juzgar las comidas, las rameras, los teatros las comodidades. Para él España era una calamidad y Suiza el país mas admirable del mundo. Yo le objete que el pueblo suizo carecía de espíritu de gracia, de talento, que era como una de esas personas honestas y vulgares, de vida ordenada, que comen, trabajan y aman a horas fijas, incapaces de un crimen o una falsía, ciertamente, pero también incapaces de soñar y crear. El medico me repuso que él consideraba a Suiza como el país mas civilizado del mundo ... Contra las ridículas modas, contra las influencias extrañas que nos descaracterizan, pretende reaccionar el actual nacionalismo argentino. ¡Feliz y oportuna aparición la de este noble sentimiento! El nos exige dejar a un lado las tendencias exóticas y nos invita a mirar hacia España y hacia América. No odiamos a los pueblos sajones, a los que tanto debe el progreso argentino; no odiamos a la dulce Francia, cuyo espíritu elegante y armonioso tanto ha influido en nuestras cosas; no odiamos a esa ferviente Italia que nos ha dado una parte de sus energías, Pero ha llegado ya el momento de sentirnos argentinos, y de sentirnos americanos, y de sentirnos, en último término, españoles puesto que a la raza pertenecemos.
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La Europa latina, envenenada de decadencia[7], empieza a ver en nuestra Argentina la salvación de la raza. Hombres inquietos, con su camino de ascensión clausurado, ávidos de nueva vida, trovadores del Oro, casta de águilas, llenan los trasatlánticos rumbo a esta patria. Son los modernos conquistadores. Héroes de la energía y de la voluntad, sacan ilusiones de su fuerza; y a la noche, en las cubiertas populosas, bajo el lírico panteísmo del gran cielo marítimo, sueñan gestas de audacia y de dinero los Cortes y los Pizarras de hoy. Los latinos de Europa, pues latinos son casi todos aquellos hombres, se dirían vestales de la estirpe: traen la misión, providencial e invisible, de conservar las excelencias latinas en la mezcla de pueblos, y de afianzar el predominio, en la amalgama de tantos metales, del oro puro de la latinidad. Porque una nueva raza esta formándose aquí. Gentes de todas las comarcas, en lucha atroz y secreta, en formidable Babel de índoles, mutuamente se absorben, se funden, se mezclan, se devoran y se amalgaman. Israelitas de Besarabia que todavía llevan en sus ojos místicos el misterio de la estepa y el pavor de las persecuciones, se ayuntan, en hogares gauchos, con nativos de tez bronceada; vascos intrépidos unen su vida audaz con mujeres de estirpe aborigen; sajones, armenios, latinos, griegos, eslavos, nadie resiste a la absorción del ambiente. Esta patria, generosa para el extraño, exige, en cambio de suS dones, el olvido de todas las patrias. Y así, en el común amor a la tierra prolífica, en usufructo de libertad y democracia, va naciendo, sobre el suelo argentino, una raza predestinada en tiempos próximos a destinos magníficos.
Raza Latina, no obstante todas las mezclas. Nosotros vamos recogiendo las virtudes de la estirpe que nuestros hermanos de Europa comienzan ya a olvidar. Latinos, en mayoría irreemplazable, son los hombres que vienen a poblar el país; latino es nutro espíritu y nuestra cultura. Pero dentro de la latinidad somos y seremos eternamente de la casta española. Las inmigraciones, en inconsciente labor de descaracterización, no han logrado ni lograrán arrancarnos la fisonomía familiar. Castilla nos creó a su imagen y semejanza. Es la matriz de nuestro pueblo. Es el solar de la raza que nacerá de la amalgama en fusión.
Amemos a España. Es tal vez el más noble pueblo que ha existido sobre la tierra. Su decadencia no debe atraer nuestro desden, sino nuestro agradecimiento. Es la decadencia latina, precisamente, lo que nos da este sitio único entre los pueblos actuales: el de ser nosotros los destinados a hacer imperar en el mundo, como un sol entre astros, las virtudes de la raza. Si España fuese una gran potencia y Francia e Italia no estuviesen ya mordidas por el microbio de la decadencia, fuera otro el porvenir de la Argentina. Entonces los latinos de Europa no vendrían a estas tierras, y las virtudes de la raza, conservadas allí sin el moho de la decadencia, no fueran legado para nuestra patria. Aquellas naciones, España sobre todo, no recuperan su grandeza mientras nuestra patria asciende; no abandonan sus ideales, a que ellos no han de dar utilidad; debilitan su fuerza para acrecer nuestros vigores. Seámosles agradecidos y reconozcamos que de esas naciones proviene en realidad nuestro valer y nuestra esperanza. El porvenir de nuestra patria no es puramente material. Será ella el granero del orbe, pero no debe ser eso tan sólo. Un más alto y perenne destino la engrandecerá magníficamente. Más ¿tendremos sobre el mundo alguna influencia espiritual? ¿Crearemos en lo siglos un bello y armonioso tipo de civilización? Un inmenso anhelo da la razón de mi esperanza. No sabría con qué argumentos justificar tanta ilusión. Pero allá en el fondo de mi ser alguien me dicta estas palabras. Nosotros poseemos el secreto de la energía. Pero no será la nuestra una energía bárbara y automática como aquella que hierve sin cesar en los Estados Unidos de Norte América. La
nuestra es y será una energía armoniosa, una fuerza atemperada de elegancia latina, un impulso inteligente, un brazo de un ser en quien la acción no ha destruido al ensueño. En consecuencia, el poeta de nuestra estirpe no será un Walt Whitman; los ritmos bárbaros, el tono bíblico, la inelegancia, el desorden del poeta yanqui, serían cosas extrañas a nuestra idiosincrasia.
Trabajemos para que llegue cuanto antes el día de las espléndidas realidades que soñamos. La grandeza material ya comienza. Ahora debemos en labor paralela, creamos la otra. Aprovechemos, pues, los dones espirituales que nos hacen nuestros hermanos de Europa. Recojamos los viejos ideales latinos que ellos van perdiendo y adaptémoslos a nuestra vida. Y, finalmente, dejemos que templen de espiritualidad a nuestras energías materiales, los efluvios de la España vieja. La decadencia del solar de la raza debiera ser para nosotros una fecunda fuente de ideales. En las ruinas suntuosas y tristes de la España vieja podemos hallar los grandes bienes que faltan a nuestra riqueza ascendente. Así a las cumbres opulentas de oro llegan a veces, para atenuar su materialidad, vaguedades de aromas en que expresan su misterio los profundos valles.


NOTAS


1.- Existen en mi patria dos tendencias políticas. La primera, conservadora y en cierto sentido tradicionalista y regresiva, clama contra la perdida de la antigua fisonomía moral y material del país; quiere moderar la inmigración, sobre todo la no latina; y pretende restaurar el agudo nacionalismo de antaño. La segunda tendencia es cosmopolita y liberal; desprecia el pasado romántico y quizás nuestro origen español; mira demasiado hacia Europa y los Estados Unidos.; quiere el progreso a toda costa y poco parece interesarle que tenga el país un alma propia. Esta última tendencia ha sido denominada recientemente nacionalismo progresivo, mientras a la primera, que es el verdadero nacionalismo, se le ha agregado el calificativo de histórico. Yo creo que ambas tendencias deben unirse en una sola. La Argentina moderna, construida con base de inmigración, o sea de cosmopolitismo, puede y debe conservar un fondo de argentinidad. Esta tendencia ecléctica, que seria la más práctica, aceptaría los hechos inevitables y trataría de que aquel fondo de argentinidad no desapareciera, a fin de que todos los elementos extraños que viniesen al país fueran absorbidos por él y modificados por su espíritu. Si nuestro país ha de tener carácter y espiritualidad, esto dependerá de lo que perdure de castizo, es decir, de español y de criollo, en la mezcla definitiva. Advertiré que entre los partidarios del nacionalismo progresivo no todos siguen orientaciones espirituales; los más, prescinden de ellas.
2.- La Condesa de Pardo Bazan dice en uno de ama últimos libros, hablando de París: . Y agrega, refiriéndose a Notre Dame:
3.- Durante su vida el Greco tuvo gran reputación, lo que puede juzgarse por el soneto que le dedicara Góegora. Pera después fue olvidado. El critico alemán Justi, por ejemplo, no lo menciona. Pero no hay que extrañarse, puesto que Madrazo apenas se limita a nombrarlo en su Viaje artístico, mientras llama 4.- Sarmiento llamaba bárbara a España, entre otras razones, porque en el año 1840 se robaba a los viajeros en las rutas montañesas. ¿Qué adjetivo convendría a Paris donde todos los días, en pleno siglo XX, y en las
calles más centrales de la ciudad, se desvalija a los transeúntes? No hay en este caso ni la excusa de lo pintoresco. ¿Qué hubiera dicho la Europa si ocurriera en Madrid aquel suceso, narrado sin asombro por la prensa parisiense, de unos apaches que, para imitar a los apaches americanos, ataron a un poste a una niña, la bañaron en alcohol, le prendieron fuego, bailaron, cantaron y rieron a carcajadas mientras la victima agonizaba?
5.- Tal atraso no es una absoluta verdad. Lo que hay es que los viajeros visitan las ciudades de arte, casi exclusivamente; ciudades todas ellas donde el tiempo se ha detenido. Claro es que en ciertas provincias castellanas y en Extremadura existe atraso. Pero ¿Qué país no tiene algunas comarcas pobres? En la Argentina, el prodigio de las regiones litorales no ha suprimido la desolación de Catamarca, de San Luís, de La Rioja.
6.- En Francia las gentes retornan a la Iglesia con un entusiasmo inusitado. Encuestas recientes han revelado que la juventud francesa es católica; que, por ejemplo, tres cuartas partes de la escuela normal de París practican la religión ostensiblemente, mientras esto lo hacían diez años atrás solo tras estudiantes. Hay en Francia hoy día un movimiento religiosa que asombra, y en el que la elite intelectual tiene decisiva participación. Durante la guerra este movimiento se ha acentuado de tal modo, que hace innecesaria la mención de aquellos grandes nombres en la ciencia, el arte y la literatura, que cité en las ediciones anteriores.
7.- Estas palabras deben tomarse en sentido muy amplio. En Italia, por ejemplo, hay un evidente resurgimiento, como lo hay, aunque menos pujante, en España. Sin embargo, se puede hablar de la decadencia latina. Francia, Italia, España, Portugal se hallan en decadencia, porque ya no ejercen sobre el mundo el antiguo poderío de otros siglos. Los anglosajones son hoy los dueños de la tierra, y pudiera afirmarse que, concluida la hegemonía de los hombres morenos (los hombres del mediterráneo), ha llegado la hora del hombre rubio. Además, existe la decadencia latina, porque los ideales latinos han perdido su fuerza y su prestigio. Ya no animan ni a las propias naciones que los sustentaron; y si estas renacen en cierto sentido, es porque practican los ideales anglosajones.

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